Una nueva internación, de las largas, y nada cambia: el geriátrico, que carece de los medios indispensables como para asistir a los de la ambulancia; el traslado, con los sinsabores propios de cierta rutina; la internación, que implica el ingreso a una suerte de submundo donde el tiempo adquiere una dimensión más inasible que de costumbre.
Si bien estas idas y venidas parecen un “déjà vu” recurrente, siempre me asombro ante la falta de capacitación del personal supuestamente especializado. De hecho, ni quienes trabajan en el geriátrico ni los médicos y enfermeros que reciben a mi viejo en la clínica conocen las características básicas de un enfermo de Alzheimer.
Ayer, mientras la ayudaba a cambiarle el pañal a mi papá (sí… los profesionales nos piden a nosotros, meros familiares, que movamos y contengamos al paciente), la enfermera a cargo me pregunta: “¿siempre fue tan flaquito?”… ¡¿Cómo se puede ser tan ignorante o, peor aún, tan falto de tacto?! ¿Qué formación tuvo esta persona como para suponer que un adulto puede pesar menos de 40 kg estando bien de salud? ¿Dónde está el sentido común que podría haber evitado formular semejante comentario?
Creo que, cuando le contesté con un contundente “no” mientras intentaba desatar el nudo en mi garganta, la mujer cayó en la cuenta de la metida de pata. Para ella, habrá sido un desliz. Para mí, es una prueba sencilla pero muy ilustrativa de la incompetencia de nuestro deteriorado sistema de salud.