El próximo 16 de abril contaré once años desde la muerte de mi padre, y sin embargo el Alzheimer sigue acompañándome. Por un lado, lo padezco en las pesadillas que me devuelven a Don Luis enfermo. Por otro lado, lo enfrento cada vez que preparo algún texto para este blog.
Si a estos once años les sumo el lustro que duró la pesadilla real, aquélla que empezó con el anuncio del diagnóstico y terminó con el deceso liberador, entonces superé la década y media de convivencia con esta enfermedad neurodegenerativa. A contramano de lo que algunos entendidos sostienen, en ningún momento sentí que el tiempo transcurrido me haya ayudado a tomar distancia del sufrimiento que el Alzheimer provoca en quien lo padece y en su entorno.
Será por eso que me cuesta encontrarles sentido a los chistes inspirados en la definición más básica del mal bautizado en honor a Don Alois. Entiendo que sus autores no tienen intención ofensiva, que sólo buscan bromear sobre el o (los) olvido(s), y que el Alzheimer les ofrece una hipérbole tentadora. En una, dos oportunidades coqueteé con la idea de que el humor también aporta en términos de difusión.